Ruta 40

Recorrer la Ruta 40 en toda su extensión había sido uno de mis sueños, no sólo por el desafío en sí, sino por el mito que suponía. Porque solía escuchar: “¿Fuiste por La 40?”

“¡Ésta es La 40!”, “¡Cuidado con La 40!”. Como si La 40 no fuese simplemente una ruta, como si fuese, acaso, un destino.
Por otra parte, es cierto que nunca antes le había dado demasiada importancia a las connotaciones de las diferentes rutas, ¡incluso ni a sus nombres! Me interesaba sólo por las maneras de llegar a determinados lugares y eso ya me conformaba; de hecho, recorrí muchos lugares de Argentina, algunos por turismo, otros por trabajo y nunca me pasó lo que luego viví al andar la Ruta 40. El simple acto de transitarla se convirtió en una aventura, no por las anécdotas, sino por la profundidad de la vivencia. Me refiero a que la recorrimos junto con Norah y nuestro hijo Fede, a quien un tiempo atrás habíamos ido a buscar “al final del Arco Iris en un cofre de oro y plata”, como solemos decir.